29 feb 2012

El libro como unidad existencial


Por: Dario Rojo

Ante el avance de los ebooks, el libro resiste por su esencia como objeto. Se trata, como dice el autor de esta nota, de una unidad que se mantiene en formato electrónico a través de varias prácticas tecnoartesanales.


Si bien el motor de las creaciones informáticas está formado tanto del abismo de la innovación como de la natural necesidad de emular, es tal la sumisión del libro electrónico frente a su anterior ancestro, y tan mínimo el énfasis en las grandes modificaciones que la informática avizoraba en sus inicios para el sistema de percepción del lector que podríamos pensar que el libro electrónico es el elemento conservador por excelencia, en el que su existencia no hace más que reafirmar el objeto libro, y poner en escena eso que se podría llamar la “unidad libro”.

Establecer esta unidad es algo complejo y casi inevitablemente se suele caer en el apotegma que termina con la frase “al libro se lo reconoce”. Particularmente interesante es la escuela que propone que el libro logra, por tener el poder de desligarse de cualquier tipo de especificidad de género y en muchos casos de valor, una elasticidad que permite establecer un comienzo que inevitablemente alude a un fin. Ese fin tiene una presencia real y fantasmática a la vez.

En definitiva, cuenta con una unidad concreta en su abstracción que moldea un objeto teórico con la precisión necesaria para cualquier tipo de efecto, más allá de cualquier extensión del texto. Esto que suena algo descabellado, por no decir del todo, es lo que durante años los científicos de la Universidad de Helsinki han tratado de medir, pero en uno de sus últimos informes, confiesan haber llegado a ciertas conclusiones gracias a las palabras de un sastre ecuatoriano quien dio finalmente en la tecla cuando dijo: “En busca del tiempo perdido es un libro, no importa en cuántos volúmenes se lo tenga, y Las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique también lo es, y no me importa discutir eso, es así, la unidad está más allá del objeto, y con esto me refiero a las tablillas de cera que son mis preferidas, aunque los cilindros de papiro no me disgustan para nada”.

Es esta unidad la que se mantiene en formato electrónico sin la menor intención de variar, incluso al punto de honrar a la emulación como un arquetipo de referencia absoluta.

Fuera de esa unidad está lo que todos conocemos como fragmentación, solo que ahora lo que antes estaba disperso por el mundo puede nuclearse en una pantalla, y debido a cierto afán abrumador causar cierta perplejidad. Digo, todo lo que está escrito dice algo, y no solo leemos lo que está encuadernado en holandesa; están las revistas, los diarios, los carteles, los blogs, sus comentarios, Twitter, Facebook y la lista sigue y sigue. Todo lo que está en la computadora está hecho para ser leído –quizás por eso la computadora es el artefacto nativo de la fragmentación– e incluso cada vez llega más rápido a los lectores de ebooks.

La necesidad de la piratería como sustento de la industria no es ninguna novedad. Y si se compara la piratería de la industria del cine con la de la industria del libro digital, sirve para ver similitudes y diferencias que pueden llegar a afectar el desarrollo del libro electrónico. Difícilmente se logre contar con los ejércitos de pequeños corsarios que emplean su tiempo en ripear una película, traducir subtítulos, sincronizarlos, subir, bajar, crear blogs, sitios, etcétera. Porque también este tipo de actividades se requieren para aceitar la circulación libre de los opus digitales, pero hay, quizás, una diferencia bastante considerable.

El hacedor del artesanato del intercambio web en el tema de los libros se convierte en algunos casos en una parte más activa, es decir, se puede convertir, casi espontáneamente, en un editor. Me refiero a que si se tiene la posibilidad de armar un libro, se lo puede reproducir o crear, y con esto no me refiero a escribirlo.

En este caso es casi inevitable pensar a un editor como el que le da entidad de libro a esos trazos fragmentarios que se pueden leer en todas las instancias de escritura que sobrevuelan Internet. Quiero decir: hay que ser editor por necesidad. Si se tiene un lector de libros electrónicos es muy probable que exista el impulso de leer un libro que no existe como tal, pero que se puede ver esbozado en algún conjunto de páginas. Esto tampoco es enteramente nuevo, de alguna manera ya con la aparición de la impresora cualquiera podía ser editor, pero ahora, además de la posibilidad existe una necesidad concreta. Lo que puede generar la expectativa de una falsa revolución, o que en vez de frases digitales leamos libros digitales.

Muchos son los dispositivos disponibles. Como en épocas del glam, el brillo de la pantalla divide las aguas en dos grandes grupos: los de tinta líquida y los que tienen una pantallita como de computadora. El paisaje se sigue dividiendo con los distintos formatos de los archivos en cuestión. El pasado ideal del elemento común –el PDF– cayó definitivamente.

Mucho son los problemas que se pueden presentar a la hora de buscar un libro electrónico y sobre todo a la hora de encontrarlo. Si el texto está en una página se puede enviar directamente. Pero un texto no es un libro. Puede que el libro ya esté hecho y se encuentre en formato nativo y como posiblemente haya sido generado de un PDF en formato imagen tiene millones de errores. Pero si el texto del futuro libro está en un PDF de los que se puede seleccionar la letra, habrá algo más que hacer: en el caso que tenga protección, se la saca –con algún software o desde algún sitio determinado–, se copia el texto, se pega en Word, con suerte no hay mil cosas que arreglar, se lo guarda como HTML y después en un software como el Calibre se lo transforma y se manda al dispositivo. Y se lo lee.

Con millones de variantes, éste es un resumen bestial de esta tecnoartesanía, la que al realizarla, inevitablemente nos recordará el destino de los correctores en nuestro país, así como la diferencia entre un texto y un libro. Además, los que lean poesía se enfrentarán con el problema de cómo mantener el ancho de los versos según se vaya a leer en un dispositivo u otro. Esto último sí podría hacer que algo cambie de un modo poco feliz: el valor de la censura en el verso, en definitiva el valor del verso, no creo que quite el sueño a nadie, y en vez de plantearse cómo mejorar la situación dada, resultará más fácil llorar sobre el ácaro invisible de los libros que están y seguirán estando en nuestro mundo.



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