15 jun 2009

La lectura en tiempos del Zapping


Por Néstor García Canclini


Desde fines del siglo pasado una rutina de la vida académica es quejarse de los estudiantes que no se relacionan físicamente con los libros sino con fotocopias de capítulos aislados. Ese modo de reproducción suele omitir el índice y la portada, que darían una idea del conjunto, y a veces hasta se esfuma el nombre del autor. En los últimos años la desconfianza hacia las fotocopias, hacia ese grado xerox de la lectura, como lo llamó Carlos Monsiváis, va agregando otra sospecha: ¿los alumnos leyeron los libros que mencionan o pescaron citas en Wikipedia, o directamente imprimieron una monografía que flotaba en la web y quizá hasta la entregaron al profesor sin leerla?

Como antropólogos no podemos simplemente escandalizarnos. Nuestra profesión exige describir los hechos – aunque nos gusten tan poco como la antropofagia o la jibarización de cabezas – y tratar de entender por qué suceden, qué sentido revelan cómo parte de una sociedad. Tuve oportunidad de dirigir una tesis de doctorado dedicada a los hábitos de los alumnos de la Universidad Autónoma Metropolitana, en la cual su autor, Adrián de Garay, cuenta que al visitar las casas de los estudiantes comprobó que sus bibliotecas se componían a menudo sólo de fotocopias engargoladas. En dicho estudio advertimos que ese modo fragmentario de acceder al conocimiento y organizarlo tiene relación con el nivel económico y con el dato de que muchos estudiantes universitarios son en México el primer miembro de la familia que trasciende la educación primaria.

Pero antes de hablar de los procedimientos que utilizan los estudiantes para informarse y aprobar las materias, quiero traer un testimonio en el que podemos comenzar a ver que las maneras de leer de los profesores no son tan distintas de las habituales en los alumnos.


Comienzo con un relato de mis no lecturas antropológicas para acreditar mi autoridad sobre el tema. Cuando llegué a México, en agosto de 1976, mi formación había sido en filosofía. Fui profesor de antropología filosófica en Argentina: en esos cursos había enseñado obras de Lévi-Strauss, Edmund Leach y otros antropólogos que sí había leído pero atendiendo más a su interés teórico. La mayor parte de la bibliografía antropológica canónica era para mí un conjunto de referencias en textos de esos antropólogos y de filósofos como Maurice Merleau Ponty y Paul Ricoeur. Mi primer trabajo en México fue en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, dónde gané una plaza para dictar cursos de clases sociales y metodología de las ciencias sociales. Para el curso de metodología, me servía lo que había aprendido al estudiar epistemología, pero ya mi formación en clases sociales era peculiar porque, salvo en dos cursos de sociología, el resto de mis profesores argentinos, bastante conservadores, no enseñaban marxismo. Leí a Marx, a Gramsci y Althusser junto con mis compañeros de generación y los comentábamos entre nosotros.

Sabemos por investigaciones antropológicas, cómo las de Howard. S. Becker sobre los hábitos de los estudiantes, que éstos aprenden tanto de sus profesores como de sus compañeros. Al llegar a México y comenzar a hacer trabajo de campo en Michoacán con los alumnos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, advertí en qué grado los profesores también aprendemos de los alumnos: no sólo porque ellos tenían más información que yo sobre la revolución, los cristeros y las artesanías y fiestas que nunca había visto, sino porque ya habían leído a autores como Manuel Gamio, Gonzalo Aguirre Beltrán y Guillermo Bonfil. Mientras yo daba clases sobre esos antropólogos al día siguiente de leerlos y me basaba en fuentes secundarias para hablar de obras que todavía no conocía, ellos las habían consultado para otras materias. Este aprendizaje recíproco ha continuado hasta el seminario de posgrado sobre Estética y antropología, que dicté en la UAM en el verano de 2008, al que los alumnos trajeron textos y videos hallados al navegar por Internet y me revelaron contrastes entre James Clifford y Nathalie Heinich, entre la posproducción en el arte y la antropología posmoderna.

Uno puede sentir culpa, o al menos inseguridad, al no haber leído libros que un profesor debe conocer. También es posible ir un poco más allá y preguntarse si el privilegio de la cultura escrita puede sostenerse después de que la industrialización de las imágenes y la comunicación mediática modificaron el lugar de los libros como vía única para la circulación del saber.

Puede ocurrir que nos atrevamos a desafiar los hábitos xerox o los hábitos scanner de los alumnos y anunciemos al comienzo del curso que hay dos libros centrales en la materia, que harían bien en comprar, y hasta incluyamos un libro propio con la secreta esperanza de que la autoridad del profesor incite a tenerlo. Cuando luego comprobamos que apenas un 10% trae el libro a clase y el resto maneja fotocopias, quedan tres posibilidades: a) dudar de nuestra autoridad como profesores; b) prestar a los alumnos el propio libro y los de Clifford Geertz, Arjun Appadurai y Claudio Lomnitz, o darles uno mismo las copias, con lo cual nos autopirateamos y pirateamos a los autores que más apreciamos; c) repensar si el descalificador nombre de piratería es apropiado para designar nuevos procesos de reproducción y circulación del conocimiento.

Los empresarios de las editoriales, como las grandes productoras de discos y películas se enfurecen con esta aplicación de las nuevas tecnologías y propugnan, casi siempre inútilmente, que se repriman los usos que ellos juzgan ilegales. Sólo unos pocos editores tratan de repensar su oficio considerando las recientes técnicas reproductivas y su vasta socialización, las mutaciones radicales en los hábitos de comunicación y apropiación de la cultura. La cuestión de la llamada piratería no se limita a si se respeta la propiedad intelectual. Aquí quiero concentrarme en cómo los nuevos modos de acceder a los libros y las imágenes condicionan nuestras tareas como profesores y como alumnos.

Una historiografía menos ingenua sobre la lectura, como la practicada por Roger Chartier, revela que la articulación entre los distintos modos de leer, y otras formas orales y visuales de llegar al saber, tienen lejanos antecedentes, menos pulcros que los seleccionados por esa aristocracia letrada que colocó en los hábitos de lectura de libros, de libros completos, la clave de la educación legítima.

Para una historia de la no lectura

En 2007 se publicó en París un libro de Pierre Bayard, Cómo hablar de libros que no hemos leído. Profesor de literatura francesa en la Universidad de París VIII y psicoanalista, reconoce que a veces se ve en la necesidad de comentar libros que no conoce y cuya lectura es juzgada obligatoria en los círculos donde se mueve. Él sabe que no todos los profesores que enseñan Proust o Joyce los han leído completos. ¿Se debe sentir culpa por eso?

Bayard clasifica los libros en cuatro categorías: “L” indica “livres inconnus” (libros que desconoce); “LP”, “livres parcourus” (libros que hojeó); “LE”, “livres dont j’ai entendu parler” (libros sobre los que escuchó hablar), y “LO”, “livres que j’ai oubliés” (libros que ha olvidado). El Ulises, de Joyce, se halla para él en el grupo de los libros que no ha leído, pero es capaz de situarlo en su contexto literario, como una nueva versión de la Odisea, que refiere el fluir de la conciencia y se desarrolla en Dublín durante un solo día. En sus clases, esos conocimientos indirectos le permiten citarlo.

Bayard se ampara en la evocación de no lectores ilustres. Por ejemplo, Paul Valéry, quien en un artículo de homenaje a Marcel Proust, poco después de la muerte del novelista, escribió: “A pesar de que apenas conozco un solo tomo de la gran obra de Marcel Proust, y que el arte del novelista me resulta casi inconcebible, soy conciente, sin embargo, por ese poco de su En busca del tiempo perdido, que he tenido el placer de leer, qué pérdida excepcional acaban de sufrir las letras con su muerte” (Bayard, 2008:35)

Otra situación que fomenta equívocos: un libro que se ha leído y se ha olvidado por completo ¿puede considerarse un libro leído? Bayard cita a Montaigne, quien ostentaba ser olvidadizo con los libros de otros y con los propios: algunas personas le recordaban fragmentos que él no conseguía reconocer como parte de su escritura. La “deslectura”, según Bayard, muestra la experiencia de leer como ganancia, y, en ocasiones, como parte de un proceso necesario de pérdida, en el que comprendemos que la cultura tiene que ver con la ampliación de la sabiduría y con la necesidad de seleccionar y olvidar.

Como psicoanalista, desliza que leer libros es, además de informarnos y entretenernos, tratar con aspectos de nosotros mismos que sirven para asegurarnos de nuestra coherencia interna, en situaciones estresantes donde el narcisismo es desafiado. Como profesor, intenta que los lectores nos desembaracemos de la concepción represiva de la cultura letrada impuesta por la familia y las instituciones educativas. Relativizar los libros que leímos junto con los no conocidos evidencia que los libros no valen por sí solos y de un modo constante, sino como parte de conversaciones sociales.

Podríamos agregar citas de lectores eruditos, que a la vez escribieron libros admirables, como Borges, quien afirmaba que “la lectura en la que no predomina el placer es inútil” y aconsejaba a sus alumnos tirar los libros que no les interesaban y no dejarse “correr por la fama del autor”(Borges, 1978). Borges también decía que la valoración de los libros comenzó a volverse problemática con la imprenta. En la Edad Media, “si un libro perduraba es porque valía la pena de ser copiado”(Borges, 1974). La imprenta, luego la industria editorial, y recientemente la subordinación al éxito mediático y comercial, favorecen la proliferación de libros efímeros, en su mayoría rápidamente prescindibles.

Borges no llegó a conocer la brusca alteración que producirían en la relación entre escritura y difusión la computadora e Internet. Pero, como se ha dicho muchas veces, anticipó en sus ficciones las incertidumbres entre la realidad y representaciones textuales, la intertextualidad y los juegos de valor entre originales y copias, entre textos completos y citas, que se volvieron más frecuentes y visibles con las tecnologías de comunicación digital. Valoró que se leyera de diversas maneras, incluso fragmentos, y sostuvo que “un libro que quiere permanecer debe permitir una lectura variable, cambiante”.

Una primera distinción que surge de estas intervenciones es la que podemos hacer entre la crítica a la “hipocresía generalizada sobre los libros efectivamente leídos” (Bayard, 2008:13) y la valoración de la lectura, incluso transitando textos complejos, si son motivos de interés y placer. Luego, pese al tono cínico – coqueto del análisis de Bayard y al aspecto de libro de autoayuda para comportarse en situaciones comprometidas, es claro que su objetivo principal es proporcionar a una teoría de la lectura una visión más sutil de “nuestro modo de relacionarnos con los libros” (Bayard, 2008; 15)

Cómo leen los profesores, cómo leen los alumnos

¿Leemos ahora distinto que hace 15 años, cuando apenas comenzaban a difundirse los recursos de escritura y lectura en pantallas digitales? Cuando me pidieron una conferencia de la Universidad Autónoma Metropolitana para comenzar, en septiembre de 2008, los festejos por el 15 Aniversario del Posgrado en Ciencias antropológicas, me pareció que esta averiguación era un camino fecundo para entender qué estábamos celebrando. Envié cuatro preguntas a los profesores del Departamento de Antropología y a amigos de nuestro posgrado que enseñan en otras universidades de México y de otros países².

  1. ¿Qué diferencia encuentras en cómo leían tus alumnos hace 15 años y cómo leen ahora?
  2. ¿Qué diferencias hay entre como tú lo hacías entonces y en la actualidad?
  3. ¿Cuáles eran las motivaciones principales, los autores y temas de lectura entonces y ahora?
  4. ¿Quieres contar alguna experiencia particular significativa sobre este asunto?


Todas las respuestas coincidieron en señalar contrastes entre las dos épocas. Los profesores de la UAM lo atribuyeron a la procedencia rural o suburbana de quienes llegan a la licenciatura, mayor en el pasado, a la deficiente formación de las escuelas secundarias y preparatorias, y al impacto de las fotocopias e Internet que favorecen la lectura fragmentaria.

Sin embargo, conviene distinguir entre alumnos que “leen textos a conciencia” –sea en papel o en pantalla– y otros que navegan por la red más pendientes del uso pragmático para las clases: “exponen el texto apoyándose en un Power Point de su propia hechura. No toman nota, copian algunas frases del texto, buscan la foto del autor, de la fachada de la escuela donde hizo sus estudios e ilustran las ideas con imágenes de ballenas en peligro de extinción. Todo se resuelve en la pura oralidad. Si falla el equipo no saben qué hacer, el método es el fin en sí mismo”. Pero el mismo profesor destacó, como ejemplo de los que leen con interés personal y consistente, al grupo de estudiantes de antropología de la UAM que produce la revista bricolage o publica en ella: en el consejo editorial seleccionan razonadamente los materiales que reciben a partir de criterios de dictaminación que ellos generaron, discuten temas académicos, traducen textos, comparten el aprendizaje de herramientas de lectura y escritura. Ya el hecho de que los estudiantes tengan, como en muchas otras universidades, la iniciativa de editar una revista en papel indica confianza en la cultura letrada. El recurso a la búsqueda electrónica va, en este “aprendizaje horizontal” entre los alumnos, junto con la lectura critica y la reflexión.

La observación de los cambios entre los estudiantes de hace 15 años y los actuales no permite aislar el factor tecnológico ni su efecto en la lectura. También se diferencian, dice una profesora, en que antes casi todas sus referencias eran televisivas; los estudiantes actuales van con frecuencia al cine o ven películas en versión pirata, algunos traen computadora portátil a clase y bajan textos e imágenes: “sus referencias se han multiplicado”. No obstante, dice la misma respuesta, “me sigue costando mucho que lean”. “Dan mucha mayor atención a las imágenes que a los contenidos” y “como están influenciados por la publicidad sus presentaciones en Power Point me recuerdan, en no pocas ocasiones, páginas de anuncios (por el tipo de fotos que utilizan, la manera de redactar)”.

No se trata sólo de la oposición entre lectores y no lectores, sino de cómo se llega a la lectura y se la practica en un sistema educativo que siempre tuvo dificultades para asumir los desafíos de los medios audiovisuales y electrónicos. Muchos estudiantes universitarios pasan de televidentes a lectoescritores, otros de no lectores a internautas. Entre tanto, las escuelas primarias y secundarias, donde los maestros identificaban la cultura con los libros, nunca enseñaron a ver cine y televisión (salvo en países excepcionales como Francia), y juzgaban a esas pantallas como enemigas del aprendizaje. Un día vieron llegar las computadoras, donde coexisten lo escrito, lo audiovisual y lo digital. Las máquinas ofrecen integrados formalmente textos e imágenes, pero pocos alumnos aprendieron a vincularlos conceptualmente y desarrollaron una capacidad de síntesis que sólo pueden aportar los sujetos que usan las computadoras.

Varios profesores distinguen entre las lecturas de estudiantes de licenciatura y las que hacen los de posgrado. Ambas clases de alumnos comparten la fluida relación con los recursos digitales, pero quienes están cursando maestría y doctorado leen con más dedicación los libros indicados y exploran textos complementarios. En un uso más amplio de la noción de lectura, se dice que utilizan la bibliografía para leer más incisivamente los acontecimientos culturales y políticos contemporáneos. En el caso del Departamento de Antropología de la UAM, cabe atribuir esta dedicación más extensa y penetrante a que la selección de los alumnos es más estricta para ingresar al posgrado que a la licenciatura y a que los estudiantes de maestría y doctorado cuentan con becas, con la condición de ocuparse de tiempo completo en sus estudios.

Los entrevistados de otras universidades, que enseñan en Guadalajara, Buenos Aires, Madrid y Caracas, anotan cambios semejantes. Encuentran que también hace 15 años se accedía con dificultad y se escribía mal: trabajos de los alumnos “mencionaban autores como Marks, Bever, guerts y otros similares”, y asocian estas transformaciones erráticas de nombres y conceptos con la masificación de las universidades y su funcionamiento anónimo. Al mismo tiempo, ven que continúa intacto el entusiasmo con las grandes obras (uno de ellos lo llama “enamoramiento con los textos”), porque ayudan a experimentar el descentramiento cultural y prometen una comprensión completa y coherente. Alguien sostiene que la expectativa por comprender integralmente el mundo a través de las ciencias sociales permanece, pero con significado distinto: “a la pérdida de densidad teórica, se añade amplitud en la mirada”.

No parece radicalmente distinto lo que registran los profesores sobre sus lecturas lejanas y las actuales. Los maestros de 40, 50 o 60 años también combinan papel y pantallas, casi siempre prefiriendo el libro o la impresión. Todos celebran la mayor disponibilidad de textos de diferentes países gracias a Internet, la compra vía Amazon y el creciente intercambio con colegas remotos. A la vez, todos señalan el fin de la lectura pausada; el peso absorbente de leer para publicar, por obligación, textos especializados (“últimas publicaciones de colegas, originales para revistas de las que soy dictaminador”, trabajos de los alumnos). Algunos sienten que no disminuyó su atracción por buscar en librerías y coleccionar libros, poseerlos para “trabajarlos a fondo”: una respuesta confía en este camino para “hacerme a mí mismo a través de un aprendizaje del mundo regulado por la lectura”. Se mantiene la disposición hacia la lectura “acumulable, tensionada, capitalizable”, aunque casi todos afirman leer varios libros “simultáneamente, en capítulos sueltos, sin llegar al final”, junto a artículos heterogéneos de autores que no se llevan bien.

Dos modos de leer en tensión: una lectura lastrada por la necesidad de evaluar y ser evaluado, “donde queda poco espacio para el abandono, la erosión, la deriva”; al mismo tiempo, aceptan los placeres de la fragmentación, que a veces permiten revisitar, con nueva mirada, a los autores leídos del comienzo al final, haciendo fichas y esquemas. “Las revistas electrónicas e Internet dan la (para mí nueva) posibilidad de asomarse, por ejemplo, a la voz de Lévi-Strauss, en vivo, discurseando en francés ante la asamblea de la UNESCO. O descubrir en el J-Stor lo que contestaron Herskovits y otros antropólogos cuando les consultaron sobre la declaración universal de los derechos humanos. Esa vuelta sobre el pasado así permite poner cara y biografía a los Grandes Nombres de nuestros textos. Para quienes no pisaron sus universidades ni compartieron sus despachos, estos recursos on-line se han convertido en una fuente insospechada de familiaridad”.

No sólo las maneras de leer de los profesores se asemejan a las de los estudiantes. Cambió la jerarquía: a comienzos de los años 90, la enseñanza de antropología era una tarea basada en “las recomendaciones de los docentes”, “actualmente, la oferta de conocimiento antropológico rebasa la demanda y obviamente cualquier recomendación. Cualquier estudiante puede estar mas actualizado (gracias a las herramientas electrónicas) que sus profesores”.

¿Dónde percibimos los mayores cambios entre los jóvenes y sus profesores, entre la manera de estudiar hace 15 años y la actual? Existen diferencias en la difusión lograda por las tecnologías digitales y en las destrezas con que las manejan generaciones distintas. Pero la alteración más patente documentada por esta breve indagación parece hallarse en el modo de concebir el conocimiento.

A fines del siglo pasado, dice un profesor, “leía siempre simplemente un autor en contra de otro autor. Aprendí a leer a Marx contra Hegel, a Malinowski contra Marx, a Harris contra Shalins”. Otro sostiene que se esforzaba entonces por “armar ‘versiones-visiones’ completas de un tema, de un o una autora, bajo una lógica mucho más unidireccional”. Una tercera respuesta recuerda polémicas de los años 90 entre la perspectiva clásica de la antropología y la critica posmoderna, pero “había un cierto acuerdo en la manera en que se planteaba un tema de investigación, la relativa obligatoriedad de cierto tipo de trabajo de campo, el tipo de conclusiones a que se podía arribar”.

En contraste, varios entrevistados hablan ahora de tres movimientos: por una parte, las lecturas se especializan y concentran en el objeto de investigación; por otra, la bibliografía necesaria para especializarse se abre a otras disciplinas: sociología, filosofía, economía, estética y literatura. Dice una antropóloga: “mis lecturas de antropología representan tal vez la tercera parte de todo lo que leo sobre el tema que me interesa”.

Otro rasgo de los hábitos de la lectura de los investigadores es que nadie se adscribe a una teoría, ni manifiesta el deseo de tenerla. Se parte de que no hay “una verdad sobre el mundo”, ni explicaciones totalizadoras. Por tanto, desapareció el estilo de crítica frecuente durante la hegemonía del marxismo o el estructuralismo que reprobaba las disidencias como “tergiversaciones de esa verdad”. El conocimiento –y su enseñanza– se conciben como mosaicos o segmentos más que como perspectivas sistemáticas. Valoramos las aproximaciones multidimensionales sobre la ciudad, sobre la globalización o sobre los conflictos interculturales, y preferimos a los autores que manejan opciones múltiples. Leer a los viejos sistematizadores “del mainstream sociológico y antropológico (Durkheim, Goffman, qué decir de Parsons o Redfield) se volvió sencillamente de mal gusto”.

Por el resto de la contestación del autor de esta frase, sabemos que no es sólo una cuestión de gusto. Ni siquiera la selección de lo que vale la pena leer se dirime con el juicio del placer, aunque es sabido que –no sólo en ésta época– hallar utilidad y disfrute en lo que aprendemos es un componente clave del sentido.

Se necesitaría una exploración más vasta y minuciosa para conocer cuándo las lecturas fragmentarias se deben al placer o al aburrimiento, al oportunismo para aprobar fácilmente un examen o a una situación nueva en la organización y la dispersión del saber. Entre tanto, parece que todo está en transición en los modos de leer, de informarse, de incluirse o quedar afuera de la cultura y sus innovaciones.

Las preguntas pendientes

¿Podemos instalarnos complacientes en una escena de saberes fraccionados, sin teorías de amplio consenso, ni siquiera contextos de comprensión o mapas que organicen lo que se sabe o se hipotetiza en diferentes disciplinas? En una época de concentración económica y fusiones transnacionales de las empresas, cuando las migraciones y las industrias culturales generan una interculturalidad globalizada, sirven de poco los conocimientos locales únicamente aplicables al lugar que se observó. Aunque hayamos perdido confianza en las totalidades compactas, necesitamos entender, junto con los casos particulares, las redes y las estructuras de amplia escala donde se configuran grandes sedimentaciones de poder y sentido.

¿Cómo convertir la ampliación internacional de la mirada en una percepción densa de la complejidad? ¿Es posible que la multideterminación de los fenómenos no se quede en simple dispersión interpretada? La mencionada concentración de los actores económicos y comunicacionales exige construir coordenadas explicativas en las que se articulen, como decía el arquitecto Rem Koolhaas, todos los tamaños: S, M, L, XL. Si bien las obras de Arjun Appadurai, Marc Augé, Arturo Escobar, Ulf Hannerz, Gustavo Lins Ribeiro y Renato Ortiz, entre otros, han legitimado la investigación sobre lo transnacional en la antropología, la producción de nuestra disciplina sigue confiando mayoritariamente en las revelaciones de la aldea o del barrio. Pero lo global no es sólo un tráfico entre sitios locales.

Se trata de leer prestando atención a las totalizaciones y destotalizaciones de la sociedad. Ser un lector responsable pasa menos por las jerarquías establecidas en la ciudad letrada que por averiguaciones ramificadas en los diversos soportes donde se acumulan saberes. Este tiempo de interconexiones nos hace sentir descontentos con tanta diseminación: la celebración posmoderna de los fragmentos aparece como epistemológicamente improductiva ante una economía y una sociedad en las que imperan instituciones con vocación de construir relatos únicos, monopólicos, que luego fracasan. Es un requisito científico integrar lo fragmentario, no como imposición de un orden sin como aspiración para entender.

El mejor lector no es el que recorre el libro del principio al final, sino el que descubre muchos itinerarios y los conecta entre sí. No veo como buen lector de antropología al que sólo devora aplicadamente a los clásicos. Más bien al que trata de comprender las obras vertebrales de la historia, y además lee aquí y allá por curiosidad, por urgencias personales, saltando de capítulos de libros a debates en la red. Y cuando las dudas en el trabajo de campo o la sorpresa al leer en el periódico que Wall Street operaba como si fuera Las Vegas, lo dejan solo frente a un enigma, conoce en qué libros ir a buscar acompañamiento. O cuando las noticias evidencian que en su propia sociedad, en México, los asesinatos dejaron de ser ritos de iniciación en la mafia en dos ciudades de la frontera norte y suman más de 4000 al año en el conjunto del país, lee las explicaciones sociológicas, económicas y políticas, comparte su desorientación, y además descree que esto se inició en el sexenio pasado o el anterior. Busca en una historia de larga duración cómo fueron transformándose las relaciones entre violencia social y capacidad de simbolizarla, entre trabajo, instituciones, dinero y muerte.

Escribe Pierre Bayard: “Ser culto no consiste en haber leído tal o cual libro, sino en saber orientarse en su conjunto, esto es, saber que forman un conjunto y estar en disposición de situar cada elemento en relación con el resto” (Bayard, 2008:28). Ante una conversación o en un proceso de investigación, el comportamiento más valorable no es la capacidad de citar muchos libros sino la de ser capaz de organizar un trayecto productivo entre los libros que conocemos y la inmensidad de libros no leídos.






² Agradezco a Alejandro Grimson, Ángela Giglia, Ana Rosas Mantecón, Daniel Mato, Eduardo Nivón, Francisco Cruces, Leonardo Tyrtania, María Eugenia Olavarría, Rossana Reguillo y Scott Robinson por sus respuestas.





Bibliografía

Bayard, Pierre, Comment parler des livres que l´on n´a pas lus ?, París, Minuit, 2007.
--------------, Como hablar de libros que no hemos leído, Barcelona, Anagrama, 2008.
Borges, Jorge Luis, "Nuestro tiempo: miradas paralelas", diálogo de J.L.B. con Francisco Luis Bernárdez, coordinado por María Esther Vázquez. Diario La Nación, Buenos Aires, 24/11/74.
------------------, "Reportaje de Menotti a Borges", producción de Juan Carlos Mena, Revista V.S.D., Nro. 3, 1/9/78.
Chartier, Roger, Cultura escrita, literatura e historia, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.
---------------, Lecteurs et lectures á l´age de la textualité électronique, www.texte-e.org/conf/index.cfm?fa=texte&ConfText_ID=5, consultado el 5 de junio de 2007.
García Canclini, Néstor, Lectores, espectadores e internautas, Barcelona, Gedisa, 2008.

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