27 jun 2009

La biblioteca, el lugar de los hallazgos


A la palabra biblioteca la componen dos vocablos griegos: biblion y thekes, que más allá de ser una combinación entre “libro” y “caja”, la convierten en algo más cercano a un continente de libros, el sitio de prácticas para la rebeldía (“leer nos hace rebeldes”, aseguraba Heinrich Böll) y la conversación (“mediante la lectura nos hacemos contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países”, decía Antoine Houdar de la Motte): la convivencia con el conocimiento, el lugar de los hallazgos. Desde luego, la historia de las bibliotecas ha estado directamente relacionada con la historia de la ciencia y con el desarrollo de la escritura y la lectura; se cuenta que los libros de Homero no deben su extensión a la voluntariosa inspiración del autor griego, sino al tamaño preciso que tenían los papiros que en aquella época eran utilizados para la elaboración de textos.

De ese tipo de papiros estaba repleta la Biblioteca de Alejandría, en el antiguo Egipto. Mítica empresa descomunal que según algunas estimaciones –aunque existan pocas evidencias de ello– llegó a contar con un acervo de entre 700 mil y un millón de volúmenes cuando comenzó a ofrecer sus servicios más de tres siglos antes de nuestra era, para desaparecer en circunstancias que aún no es posible entender hace aproximadamente mil 600 años.

A partir de 2003 es posible visitar la versión contemporánea de aquella biblioteca, en la misma ciudad de Alejandría, ahora rebautizada como Bibliotheca Alexandrina, edificada por el despacho noruego Snøhetta, con el ambicioso objetivo ya no de almacenar libros y presentarlos de manera organizada, sino de transformar Egipto –sumido en la pobreza y con un nivel de analfabetismo que afecta a 30 por ciento de su población– mediante un espacio disponible para la lectura, accesible para cualquier ciudadano y alejado de la censura. Aunque muchos preguntan, ¿para qué sirve un proyecto así en un mundo dominado por Internet?

El conocimiento concatenado

A la palabra enciclopedia la componen tres vocablos griegos que suman las palabras “en”, “círculo” e “instrucción”. El objetivo del filósofo Dennis Diderot y del matemático Jean D’Alembert, los primeros editores de la Encyclopédie francesa que comenzó a publicarse en 1751, preparando de alguna manera el terreno para la época de la Ilustración, fue presentar los nuevos descubrimientos científicos, así como las nuevas ideas filosóficas y económicas, de una manera completa, clara y directa a cualquier lector. Mítica empresa descomunal con un acento muy marcado en el conocimiento científico, que necesitó el empeño de más de un millar de tipógrafos, impresores y encuadernadores a lo largo de varias décadas, que consumió la vida de varias decenas de redactores y a no pocos los llevó a prisión, y que surgió como un recuerdo de la biblioteca de Alejandría, de ahí que el subtítulo de la Encyclopédie fuera Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, para una sociedad de gente de letras.

Heredera de ese espíritu, en 1786 surgió la Enciclopedia Británica, que prolongó su reinado como “la fuente de consulta válida para la información científica” hasta que en la década de los años 90 del siglo pasado tuvo que modificar su formato para producir contenidos multimedia, debido a la competencia que le suponía la propuesta de la empresa de programas de cómputo, Microsoft, con su Encarta, la cual pasó rápidamente a convertirse en la enciclopedia de referencia (basada en el modelo de la Británica, pero con imágenes y sonido), pero que casi con la misma rapidez se volvió obsoleta: Microsoft anunció la desaparición de Encarta para principios de 2009, al no poder competir con el modelo de Wikipedia. La última versión de la Encarta ofrecía cerca de 45 mil referencias en su versión inglesa, mientras que hoy Wikipedia cuenta con casi 500 mil entradas, solamente en lengua castellana.

Bibliotecas miniaturizadas

A mediados del siglo XX, el físico Richard Feynman lanzó la siguiente pregunta: “¿por qué no podemos escribir los 24 volúmenes de la Enciclopedia Británica en la cabeza de un alfiler?”. Y continuaba: “la cabeza de un alfiler tiene un diámetro aproximado de un milímetro y medio. Si la ampliamos 25 mil veces, el área de la cabeza de un alfiler se transforma en un área equivalente a la de todas las páginas de la enciclopedia. ¿Eso es posible? El poder de resolución del ojo es aproximadamente de dos décimas de milímetro, que es aproximadamente el diámetro de uno de los puntitos de las reproducciones de la enciclopedia (…) En otras palabras, uno de dichos puntitos seguiría conteniendo en su área mil átomos, así que el tamaño de cada punto puede ajustarse fácilmente para las necesidades del fotograbado y no hay problema de espacio en la cabeza de un alfiler para poner la Enciclopedia Británica”. Feynman supo vislumbrar con conocimiento de causa las posibilidades que tendrían las tecnologías de lo muy pequeño; aquella conferencia suya se considera uno de los momentos fundacionales de lo que ahora conocemos como nanotecnología.

¿De qué manera podríamos actualizar el planteamiento de Feynman? La información es codificada bajo un sistema binario formado únicamente por unos y ceros, que son denominados “bits” (mordisco, en inglés). Ochos bits forman un “byte” (B); 1024 bytes un “kilobyte” (KB); 1024 KB forman un “megabyte” (MB); 1024 MB para un “gigabyte” (GB), y 1024 GB para un “terabyte” (TB). De acuerdo con los cálculos de Wikipedia, 10 B de información tendrían una equivalencia a una o dos palabras; 100 B comprenden apenas una o dos frases. El texto de una página de enciclopedia necesitaría unos 10 KB. Para una novela necesitaríamos un MB; 100 MB para un metro de libros (tal vez un pequeño estante); un GB para llenar cargar una camioneta pequeña de libros; un TB equivaldría a media centena de miles de árboles para producir papel, y el acervo completo de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos de América ocuparía 10 TB.

Una de esas posibilidades que profetizaba Richard Feynman la materializa justamente la enciclopedia colectiva Wikipedia, elaborada por sus propios usuarios, lo que le permite actualizarse (y le obliga también a corregirse) constantemente.

Información y conocimiento

El investigador José Antonio Millán finalizó recientemente un informe titulado La lectura y la sociedad de la información, en el que, entre otras muchas cosas, recupera las ideas del filósofo Mario Bunge en torno la diferenciación entre información y conocimiento: “la información es algo externo, informe, rápidamente acumulable, inerte y que se puede automatizar”, mientras que el conocimiento “es interiorizado, estructurado, sólo puede crecer lentamente, conduce a la acción y sólo es humano”. De esa manera, Millán da una vuelta de tuerca a las interpretaciones fatalistas de Internet como “dispositivo que evita la conversación”, para subrayar que “la lectura es la capacidad de los humanos alfabetizados para extraer la información textual: la lectura es la llave del conocimiento en la sociedad de la información”, coincidiendo con otros analistas que sugieren que nunca antes se había leído y escrito tanto como en esta época de Internet.

Y es que el alimento para la curiosidad, el lugar de los hallazgos, puede significar el pasar las manos por el lomo rígido de la enciclopedia, decir en voz baja el orden del alfabeto hasta llegar a la letra inicial correspondiente, mientras los dedos ágiles se mueven entre los pliegues del libro, instalar con firmeza el dedo índice sobre la palabra más próxima a la búsqueda exacta, bajar o subir un poco más la mirada, dar con el hallazgo, comenzar a leer. O bien, el presionar el botón de encendido hasta comprimir totalmente sus resortes, comprobar que se ilumine el foquito rojo, sentir la vibración provocada por el flujo eléctrico que inmediatamente circula por cada circuito, ajustar la pupila ante el brillo de la pantalla, mover casi instintivamente el mouse sin perder de vista la flechita en el monitor, eludir la sensación áspera del teclado tratando de colocar los cinco dedos de cada mano en el sitio correcto sobre cada tecla, escuchar el infatigable clic repetirse cientos de veces, pensar la mejor manera de escribir lo que se busca, de preguntar lo que se piensa, apretar el botón como quien lanza los dados a la suerte, dar con el hallazgo, comenzar a leer.

http://www.lajornadamichoacan.com.mx/2009/06/22/index.php?section=cultura&article=014n1cul

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